martes, 16 de octubre de 2012

SE LLAMAN LLAMAS (Saiz de Marco)


En cuestión de minutos el cielo se oscureció. Las nubes amenazaban tormenta. Papá me llamó varias veces para correr a resguardarnos, pero yo no podía quitar los ojos de las ovejas gigantes. “Se llaman llamas” había dicho papá, y a mí me chocó la redundancia. Tras varias resistencias mías a marcharme de allí, el rayo alcanzó a mi padre. Quedó tendido en el suelo sin contestar a mis gritos. En la enfermería del zoológico intentaron, inútilmente, reanimarle.



Yo tenía seis años. Desde ese día me sentí culpable de su muerte: Si le hubiera obedecido la primera vez, nos habríamos alejado de allí. Pero yo estaba deslumbrada por la visión de las llamas. Luego he sabido que la lana atrae los relámpagos, y el cuerpo de las llamas está cubierto de lana (o alpaca).



Durante muchos años volví a menudo a aquel lugar. Me consolaba ver a los niños descubriendo a las llamas y desobedeciendo a sus padres cuando les mandaban irse. “No fui yo la única niña desobediente”, pensaba.



Todos los aniversarios regresé junto a las llamas. Sabía de sobra que mi padre (dondequiera que esté) me había perdonado. Mi problema era perdonarme a mí misma. A veces lloraba y, al hacerlo, vivía una especie de desahogo, casi un placer.



Ningún aniversario volvió a cubrirse el cielo. Hasta un 22 de junio en que el sol se ocultó tras las nubes. Entonces se acercó un vigilante y me dijo: “Señora, por favor, apártese de aquí: es peligroso porque puede haber tormenta”. Lo llamativo es que el vigilante no se extrañó cuando le contesté “sí, papá” y le di la mano, ni cuando le pedí un algodón de azúcar. Me lo compró y me llevó a una cafetería. Mientras yo me comía el algodón, él se tomó un té con leche.



El vigilante se llamaba Braulio. Desde entonces estamos juntos. Tenemos dos hijas y, aunque Braulio ya no trabaja en el zoo, algunos domingos nos acercamos a ver las llamas.


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