miércoles, 28 de noviembre de 2012

CUANDO YO SEA TÚ (Saiz de Marco)


El mundo era injusto. Miles de personas morían de hambre diariamente. Otras tantas perecían por epidemias, por ausencia de higiene o por beber agua contaminada. En muchos sitios se carecía de atención médica. Las enfermedades que aquejaban a los más pobres eran incurables por falta de remedios, ya que su producción no resultaba rentable para la industria farmacéutica. Los niños debían trabajar, a menudo, desde los ocho años. Había chabolas y analfabetismo.

Mientras tanto, en la zona opulenta del planeta la gente derrochaba alimentos, ropa, energía… Les sobraba de todo. Se desplazaban en coche sin necesidad, por puro placer. Pagaban costosas operaciones de cirugía estética. Comían sin tener hambre y luego, al saberse obesos, tomaban fármacos para adelgazar.

Entonces se creía que sólo se vive una vez. Una existencia y no más. De modo que cada cual llevaba la vida que le había tocado en suerte y a casi nadie le importaba el infortunio ajeno.

Hasta que se descubrió que no es así. O sea: hasta que se supo que se extinguen los cuerpos, pero no las conciencias. Que las yoidades permanecen y se insertan en otros cuerpos. Que tras morir, inmediatamente o al cabo de un tiempo, uno pasa a ser otra persona. Y nadie conoce, de antemano, cuál.

Se borra la memoria de las vidas anteriores pero permanece la autopercepción. Permanece la conciencia de uno mismo…, sólo que en otro cuerpo: dentro de otro yo.

Por eso, alguien que ha vivido en Europa puede después nacer en Asia o en África: en un país sumido en la pobreza.

Quien ha sido rico puede, tras su muerte, nacer en un entorno mísero.

Quien fue varón puede, posteriormente, nacer mujer.

Quien fue de raza blanca puede, más adelante, nacer negro.

Quien ha gozado de buena salud puede, después de morir, venir con una tara o una enfermedad congénita.

Nadie sabe quién va a ser -quién le va a tocar ser- más adelante.

Nadie sabe dónde, ni en qué circunstancias, va a nacer después.

Y por eso ahora todos quieren un mundo igualitario. Sin diferencias sociales, ni raciales, ni locales. Sin subdesarrollo, sin zonas deprimidas. Un mundo en el que, en todas partes, se proteja a los necesitados. En el que nadie quede abandonado a su mala suerte.

Nadie defiende ya abusos ni privilegios, pues sabe que, en otra vida, se volverían contra él. Nadie acepta que haya exclusión social porque le consta que, antes o después, sería él el excluido: cuando le toque ser pobre o enfermo o inmigrante… Nadie fomenta las discriminaciones porque, en algún momento, el discriminado sería él. Nadie apoya la injusticia por miedo a que, más tarde, ese desfavorecido (ese pobre, ese enfermo, ese inválido…) sea uno mismo. Por temor a estar, luego, en su piel.

De modo que lo que no pudo la solidaridad, lo ha podido el miedo. Y gracias a ello, por fin, el mundo es justo.

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