martes, 20 de noviembre de 2012

EL ENAMORADO DE LOS LLANOS CORALINOS (Adrian Conan Doyle)

Tenía doscientos años y en los últimos tiempos había empezado a pesarle la edad. Padecía algún que otro achaque, ¿saben ustedes?
En las islas Salomón le llamaban Shushu, probablemente por el ruido que hacía al zambullirse, pues lo conocían muy bien de vista. Era imposible confundir aquel muñón que en sus buenos tiempos había sido la fina aleta de la cola.
Bueno, si Dios que creó las inmensas aguas estaba a punto de llamarle a su seno, nada había de humillante en que un cachalote se sometiera al único Ser más poderoso que él. Además, ¿qué tenía que temer? En su corazón siempre había sido temeroso de Dios a pesar de sus manifiestas inmoralidades.
Y era siempre al llegar a este punto cuando se llenaba la boca de una buena cantidad de plancton y la escupía otra vez. ¡Esas hembras! Conocía sus trucos, pues había frecuentado bastante a esas bellezas allá abajo, en el pálido azul adonde acudían los amantes; incluso les había dejado uno o dos cachorros a cada una para que se acordaran de él.
Pero nunca había sido la verdadera pasión, nunca. No existía ni una sola de ellas por la que se hubiera cargado un banco de orcas o arriesgado entre las rojas algas de los Sargazos.
Esa era la única sombra que aparecía al mirar atrás hacia los largos años, y no arreglaba mucho las cosas pensar que en alguna parte, quizá entre las grutas del coral, quizá en las aguas heladas, en este momento, ella también podría estar nadando y soplando y soñando acerca de su macho ideal. Pero si los achaques representaban alguna cosa, era ya demasiado tarde para poner algún arreglo al caso, de modo que se limitaba a salir a la superficie y tostarse un poco al sol.
Aunque el mar era como cristal, no dejaba de ser una suerte que él tuviera aquella honrosa vegetación de algas y aquellas lapas en torno a sus brillantes y diminutos ojos, de lo contrario podría haber sido seriamente molestado por la irresponsabilidad de los peces voladores que persistían en posarse en su cabeza. Recordaba los días en que esos peces mostraban mejor juicio en sus piruetas y más respeto para los demás; incluso cuando alguna albacora intentaba clavarles una dentellada en la cola.
Sí, verdaderamente había visto bastantes cosas... en realidad todo cuanto había que ver en los grandes mares, sin excluir aquéllos lejanísimos donde las tierras se alzaban flotantes, altas, blancas y silenciosas, cruzando las aguas ocultas bajo un sol de medianoche que pendía opacamente rojo en el cielo.
Aquel viaje había constituido un error, pues fue allí donde perdió la mitad de su cola en el ataque de una banda de orcas asesinas, y había sufrido serios inconvenientes por parte de un narval, pero después de todo, la juventud tiene que aprender y, en el mar, la experiencia se paga a un alto precio.
Bueno, lo había visto todo, de manera que si Dios se preparaba a llamarlo, no tenía importancia. Él era un tipo "ahí me las den todas", y para demostrarlo iba a pegar un saltito y de paso sacudirse algunos de esos pertinaces parásitos de mar.
De manera que Shushu pegó un saltito directamente fuera de las cálidas aguas del Pacífico y directamente a sus profundidades otra vez ocasionando con ello un estruendo que hizo dispararse a los albatros al aire en cinco millas a la redonda del lugar de inmersión.
Y fue mientras estaba sumergiéndose, sombra monstruosa en el diáfano azul, que vio... que la vio.
Ella estaba ascendiendo a la superficie para soplar, sobre eso no cabía duda, y jamás una ballena hembra había surgido más graciosamente de las profundidades marinas. ¡Y su color! Un gris perla. Él se aproximó ahora para verla más de cerca. ¡Qué espalda, lisa como una roca! Su cola... apenas se atrevía a mirarla. Era todo demasiado hermoso para ser cierto. Pero no pudo vencer el impulso de contemplarla y así lo hizo. Ni siquiera un tiburón azul podía superar la gracia, la ondulante gracia, de aquella cosa aleteante en forma de gorgonia.
Ella, la coqueta, se movió ahora con más lentitud, y en el momento en que sus ojos se encontraron Shushu comprendió que su búsqueda había terminado, que por fin el Don Juan del Océano se había convertido en el amante de los llanos coralinos. Había encontrado su sueño.
Se la llevó con él abajo, no muy hondo, a su lugar favorito donde, sobre las arenas plateadas, se cernía una luz violeta y los picos de coral formaban grutas y llanos, todo reluciente con las nupciales joyas del mar. Y allí se unieron, allí enlazaron sus corazones con una fuerza que sólo la muerte podría vencer, con el amor que se forja a cien brazas de profundidad.
Los achaques de Shushu habían huido al limbo de las cosas olvidadas. Una vez más, el espíritu de su juventud, que había imaginado desaparecido para siempre, corría tan alegremente en sus aletas que, a la menor provocación, él saltaba como un arenque en la gozosa luz del sol, o surgiendo de las profundidades como una oculta montaña proyectaba su chorro de agua entre una pareja de vacas marinas, pacíficamente dormidas.
Luego vinieron los días, los maravillosos días pasados vagabundeando en busca de calamares durante millas y millas por las interminables llanuras de la profundidad media; donde los únicos movimientos eran el paso de sus propias sombras reflejadas en la arena azul y, ocasionalmente, un delgado remolino, semejante a una voluta de humo que se levantaba del lecho del océano, en el lugar donde un pólipo huía en vano ante el impulso de sus enormes mandíbulas.
Pero Shushu tenía marcada preferencia por los llanos coralinos donde podía yacer a su gusto, rascándose la barriga deliciosamente en las ramas astadas, mientras su joven esposa quemaba su exceso de energía manteniéndose cabeza abajo, de forma que los escaros pudieran liberarla cortésmente de todo parásito importuno, o bien deslizándose entre las columnas y pináculos donde las algas, moviéndose como plumas rosadas, parecían balancearse en armonía con su propia y graciosa cola.
Pasaron los meses.
Juntos surcaron las aguas libres en pos de los bancos de bonitos y de caballas que se dirigían al norte en una de esas emigraciones que son místicos latidos de la naturaleza; luego, más allá de las islas Kapangamarangi, los bancos se dispersaron con el monzón y en pocas horas el océano quedó tan vacío como el desierto.
Las zonas coralinas, esas abundantes despensas de peces, habían sido dejadas muy atrás, al sur, en un potente nadar de muchos días. Abajo, mil brazas al fondo, los picachos de lava emergían erizados de la negra, infinita profundidad. Un lugar de terror, la sede del demonio, donde ninguna criatura viviente, excepto quizás la ballena si tenía un corazón fuerte y valeroso, podía abrigar la esperanza de entrar y regresar.
Antes de emprender la larga travesía tenían que contar con alimentos, pero, ¿cómo obtenerlos? Ella estaba grávida, lo que había motivado el que ambos siguieran a los espesos bancos de fácil presa; mas ahora, en los desolados eriales donde los peces eran escasos y veloces, había que ser muy ágil o morir de hambre. Allá abajo, en las cavernas de los picachos sumergidos, era aún posible encontrar comida, pero, como comprendía instintivamente, en la condición en que ella se encontraba no podría resistir ni la profundidad ni la terrible lucha que sin duda les esperaba.
Al seguir la emigración, Shushu había cometido su segundo error en doscientos años, y ese era uno más en el acuerdo de hidalgos que existe entre Dios y las ballenas.
De modo que él la miró con sus brillantes ojillos y frotó un poco el hocico contra ella para hacerla comprender; luego, limpiándose los pulmones con un último soplido, se hundió en la profundidad para procurarle la comida que les permitiría emprender el viaje de regreso a las grutas de coral.
Abajo y abajo. Verticalmente abajo.
La luz había huido del agua: el verde del azul, el azul del morado, el morado del gris oscuro.
Abajo.
Ahora todo era negrura y, bajo su espesa capa de músculos y esperma, la sangre de Shushu circulaba fríamente, con un helor más mortal todavía que el que había experimentado en las aguas árticas.
Y aún siguió bajando.
Penachos y burbujas de luz, vívidas como llamitas verdes, veteaban la oscuridad por todos lados, pero no les prestó atención, alerta a una presa más importante que requería todo su vigor, toda su fuerza para dominarla, si es que había de alcanzar la superficie otra vez.
Encontrose ante él con una oscuridad más cerrada, sus aletas tocaron roca y Shushu se deslizó entre las gargantas de los picos de lava. Aquí vivía el terror, la cosa que él buscaba.
Nada se movía. Los desvaídos pináculos, los salidizos bordes de los precipicios, hundiéndose en el fondo del mundo, apareciendo en torno a él en toda su tremenda quietud. Su sangre pareció cesar de latir como convertida en hielo y la presión de las aguas secretas pesó sobre él con el silencio de la muerte.
Y entonces, del interior de una caverna se proyectó un largo brazo blanco.
Este brazo le rodeó el cuerpo y, en seguida, otro y otro y otro, cada uno de ellos del grosor de un barril. Se retorcían en torno a sus aletas, agarrábanse a su dorso, laceraban su cabeza con gigantescas ventosas que se hundían en su carne como las garras de un tigre. Perforando la oscuridad, dos ojos luminosos, fríos como la luz lunar, flotaban furtivamente hacia él, mientras yarda a yarda surgía de lo profundo de la caverna un cuerpo monstruoso, largo y enorme como el suyo, pero de una palidez reluciente y viscosa que se destacaba contra la negrura del abismo.
Poniendo en juego toda su fuerza, el cachalote giró sobre sí mismo en la zarpa de los gigantescos tentáculos, proyectándose hacia atrás con las aletas, y los dos titanes de las profundidades flotaron sobre el precipicio submarino unidos en un tremendo abrazo.
El cuerpo de la sepia gigante cubrió la cabeza de Shushu. El córneo pico desgarraba y hendía la carne hasta que las aguas en torno fueron oscurecidas más aún por una nube de sangre, a la vez que las garras de los enormes discos adheridos a su cuerpo hurgaban ávidamente en sus venas.
De una sola dentellada partió uno de los tentáculos y entonces, arremetiendo hacia delante, mordió repetidamente la masa gelatinosa que lo envolvía. Demasiado tarde, la negra niebla expedida por la sepia veló aquellos horribles ojos, en tanto que el monstruo intentaba regresar a su guarida. Pero Shushu no soltaba su presa, girando y retorciéndose como cogido en un remolino hasta que, poco a poco, la espuma de los últimos estertores de la muerte se fundió en el abismo. Había hundido los dientes en el cerebro del monstruo.
No había tiempo que perder. Un primitivo instinto le decía que el aire de sus pulmones se hallaba tan peligrosamente próximo a agotarse, que tenía que comenzar el ascenso de inmediato, si es que sus ojos habían de contemplar otra vez el mundo de la superficie. Arrancando un pedazo, quizás de unas tres toneladas, del cuerpo gigantesco de la sepia, Shushu se disparó hacia arriba llevándolo entre sus poderosas mandíbulas.
El negro se transformaba en gris, el gris en morado, el morado en azul índigo y ahora, por fin, aparecía el brillante verde esmeralda de los últimos cien pies. El desesperado batir de sus aletas sacudía y agitaba su cuerpo, sus pulmones estaban a punto de estallar; pero nunca, ni por un momento, soltaron sus dientes la carga que tiraba de él hacia abajo: la comida que él ganara para ella.
Y entonces, a pesar de su propia angustia, olió aquello. Sangre. ¡Había sangre en las aguas de la superficie!
Entre un estrépito de aguas divididas, rompió la piel del mar y flotó allí, inerte, mientras el aire que le quedaba en los pulmones salía del orificio en silbante chorro de vapor.
Lentamente se dio vuelta, lentamente sus ojos escudriñaron el mar y luego, en un instante, el amante de los llanos coralinos se convirtió en la más terrible de todas las criaturas de Dios: un cachalote enloquecido.
Olvidadas las toneladas de sepia que ahora se hundían irremediablemente; olvidado su agotamiento, inadvertida la forma que reptaba sobre las aguas a sus espaldas, sólo vio que ella le necesitaba, y aun cuando se lanzó al ataque, comprendió que había llegado tarde.
Ella estaba muriéndose. En un mar batido hasta la espuma se retorcía aquel hermoso cuerpo gris perla acribillado de heridas abiertas, a la vez que por encima de las agitadas aguas saltaba una delgada forma negra, la cual, arqueándose en el aire, daba al caer un tremendo latigazo de su cola, curvada como una guadaña, sobre el dorso de la moribunda. La vio hundirse. De la profundidad surgió un centelleante rayo de luz bruñida que clavó su espada en el vientre de ella. Todavía se dio vuelta y las aletas se abatieron, indefensas, en tanto el tiburón saltó de nuevo al aire para golpearla con su temible cola, obligándola a hundirse otra vez y quedar a merced del pez espada que la acechaba abajo.
El tiburón, toda gracia y maldad contra el cielo azul del pacífico, saltó una vez más al aire, y en la superficie del mar un par de abiertas mandíbulas salieron a su encuentro. Se oyó un ruido como el de una verja de hierro al cerrarse y las dos mitades del tiburón, echando chorros de sangre, separaron violentamente veinte yardas de agua. Shushu giró en torno precipitándose de cabeza al lugar donde el pez espada, el más veloz de los nadadores, iniciaba la vuelta para huir. Levantando un remolino de espuma embistió el cachalote, pero el otro fue más rápido, aunque no lo bastante; pues si bien Shushu no consiguió apresar ese cuerpo escurridizo, sus dientes le atravesaron la cola. Proyectado por su propio impulso, el pez espada se lanzó hacia las profundidades, mientras que, igual que los lobos tras de un ciervo sangrante, una, dos, tres formas se precipitaron a seguir el rastro. Los alacrines se darían un banquete en el punto donde el morado se une al azul.
Entonces Shushu regresó a donde ella yacía en paz, la acarició un poco con el hocico y se quedó flotando a su lado según ella se hundía más y más en el agua, hasta que unas olitas cubrieron el gracioso dorso con su encaje de plata. Shushu permanecía muy quieto, pues los cachalotes cuyos corazones han sobrevivido los doscientos años, sufren mucho de achaques.
Por detrás, furtivo como una sombra, avanzaba el ballenero.
-La hembra se ha hundido -gruñó el piloto, señalando a proa- y el macho, a juzgar por lo quieto que se ha quedado, debe estar malherido. Disparadle el arpón antes de que él también se hunda.
El viejo arponero se limpió el sudor de los ojos.
-Está mal -murmuró-. Después de lo que hemos presenciado es una porquería quitarle la vida.
-¡Qué va a estar mal, estúpido! Míralo y calcula su peso en aceite, grasas e incluso marfil. ¿Es que los dólares están mal alguna vez? Preparaos a disparar.
-A la orden -gruñó el viejo, inclinándose sobre el punto de mira-. Pero, maldita sea, voy a hacerlo limpiamente. Por su noble corazón.
Y apretó el gatillo.
-¡Blanco, blanco! -gritó el piloto-. ¡Botes al agua! ¿Qué pasa? Imposible. La cuerda... ¡rota! ¡Así arda en el infierno la mano que la trenzó!
-No -dijo el arponero-, pues fue la mano de Dios quien la rompió. Pero yo lo maté limpiamente. ¡Se hunde! ¡Mire, se hunde! Bueno, ya no lo veremos más. Adiós, viejo guerrero. Yace en paz con tu compañera en el fondo del mar.

1 comentario:

  1. Tendrian que poner las palabra:Muñón, albacora, narval, pertinaces, pólipo, eriales, veteaban y estrépito en rojo para poder buscar su significado :$.

    Very thanks, kiss:*

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