lunes, 19 de noviembre de 2012

FAVORES Y DEBERES (Saiz de Marco)

Si aquí hubiera un Paul Auster, alguien que dijera “envíenme historias reales, vivencias que les marcaron; y las publicaré”, yo le habría remitido ésta:

Román era conserje en mi edificio. Mejor dicho: uno de los conserjes, pues era una comunidad de varios inmuebles.

Román era amable y resuelto. No obstante, a veces al hablar arrastraba las palabras y su aliento olía a alcohol.

Cuando me veía sacar la bici de mi hija, Román se ofrecía a ajustar el sillín con su llave inglesa.

Un día que celebré el cumpleaños de mi hija en un local del edificio, Román, al enterarse, compró un muñeco y se la regaló.

Otra vez recogió un gorrión que había caído en el patio y no podía volar. Se lo pedí y él me lo dio. Advirtió: “No aguantará encerrado; es un pájaro salvaje y necesita vivir suelto”. Acertó.

Pero lo que más le agradezco es que, cuando mi hija tropezó y se abrió una brecha en la frente, Román corrió a avisar a un vecino médico para que la asistiera.

Esto sucedió casi al mismo tiempo que fue incluido, en el orden del día de la junta, el punto “Decisión sobre el conserje don Román…: propuesta de despido”.

Al día siguiente Román me abordó:

-Si al final me despiden y hay juicio, ¿querrá usted ser testigo?

Yo le expliqué que en el juicio se decidiría sólo si la causa de despido (desatención de sus deberes por embriaguez) era real o no. Que no se trataba de juzgar todos sus actos ni los favores que había hecho. Y que además esos favores (que yo tanto agradecía) no estaban dentro de sus obligaciones laborales.

Y Román:

-O sea, como los agentes de Tráfico: te multan si te saltas un semáforo, pero no tienen en cuenta los que sí has respetado.

Y añadió:

-Si al final me echan, me iré al pueblo. A lo mejor puedo cobrar el paro. La vida allí es más barata.

En la junta expusieron sus quejas varios vecinos y se informó de que también los demás conserjes habían protestado. Después de un debate y una votación (en la que defendí darle otra oportunidad), Román fue despedido.

Román impugnó el cese. Yo trabajo en un juzgado laboral, pero la demanda correspondió a otro juzgado. (De haberme correspondido, habría tenido que abstenerme.)

El día señalado para el juicio vi a Román, de lejos, en el pasillo de los juzgados. Él también me vio. Durante un segundo nuestras miradas se cruzaron. No era sólo la cara de Román: era la cara de la dignidad. A continuación se giró, simulando no haberme reconocido.

Después supe que el abogado de Román había llegado a un acuerdo con la comunidad. Se pactó una indemnización, el juez la aprobó y no hubo juicio.

No he vuelto a saber de Román. Lo deseo viviendo en el pueblo, libre del alcohol y rodeado de gorriones.

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