lunes, 10 de diciembre de 2012

MI MUERTE (António Lobo Antunes)



Hablo poco. Hablo poco y cada vez hablo menos. En primer lugar porque me distraigo y olvido el tema de las conversaciones y en segundo lugar porque las personas no esperan que les responda sino que las oiga, lo que es fácil si asientes de vez en cuando y dices

-Pues claro

cuando me miran con las cejas levantadas a la espera de aprobación y aplauso. Me he hecho un especialista del

-Pues claro

que sé pronunciar por lo menos en veintitrés tonos diferentes según el humor y el ímpetu

(o la falta de él)

del interlocutor, y si me preguntan con sorpresa



-¿Pues claro qué?

tuerzo la boca en una sonrisa enigmática y sutilmente aprobadora para que el otro, tranquilizado, deshaga sus dudas, me dé en el hombro una palmada satisfecha, suelte con alivio

-Me di cuenta enseguida de que estabas de acuerdo conmigo

y se lance a un relato sinuoso en cuya primera curva me pierdo, aunque vuelva a murmurar pensando quién sabe en qué

-Pues claro

en los intervalos de silencio que de vez en cuando me abren, destinados a mi admiración y a mi aplauso.

Porque yo no puedo hablar

(y no hablo)

pero estoy de su parte, estoy siempre de su parte, y estoy de su parte por no haber escuchado nada y porque detesto argumentar, tener razón, opiniones, convicciones, motivos. Por eso me limito al

-Pues claro

y al asentimiento mudo. Concentrado. Fruncido el ceño. Fraternal. Algunas veces sustituyo esta forma de aplauso por un suspiro que significa

-A mí me lo vas a decir

o por el adverbio

-Exactamente

que al contrario de lo que se pueda imaginar es el más vago, el más inocuo y estimulante de los comentarios, aquel que posibilita a mi compañero explorar diversas variantes de su tema, cotejarlas, elegirlas, rechazarlas, enfrentar unas con otras, valorar su densidad y su peso

-Exactamente

que en general hago seguir de la frase

-Ya te digo

que hasta ahora se ha revelado como un éxito seguro. Por eso no comprendo lo que ocurrió la semana pasada, cuando Pedro me telefoneó y quedamos en la cafetería de al lado de la casa. Yo pedí un té de limón y él pidió un café y comenzó a hablar. Eran las tres de la tarde, sólo había un señor mayor resolviendo crucigramas en una mesita cerca del escaparate y el camarero limpiando botellas detrás de la barra. No comprendo porque me comporté como de costumbre. Dije

-Pues claro

asentí con la cabeza, esbocé la sonrisa enigmática, alentadora, murmuré en cuatro o cinco ocasiones

-Ya te digo

suspiré solidario

-A mí me lo vas a decir

Pedro me dio en el hombro una palmada satisfecha

-Me di cuenta enseguida de que estabas de acuerdo conmigo

y aproveché para añadir, pensando en Ana, en el cuerpo de Ana, en los besos de Ana

-Si yo fuese tú haría lo mismo

y no entiendo el motivo que lo llevó a sacar el revolver y a pegarme dos tiros en el pecho.

Me preocupa sobre todo que Ana se quede sola con los niños por tener a su marido en la cárcel. Me preocupa también no poder visitarla por estar aquí en el hospital conectado a este aparato sin poder levantarme. Es poco probable que vuelva a verla: el médico ha accedido a esperar a que mi hermana menor llegue del Fundao para despedirse de mí antes de desconectar el aparato.

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